
Siempre me gustó hacer fotos. Gastaba carretes y carretes de fotos borrosas. Arte decía que era cuando no sabía enfocar. Buscaba poder crear, expresar lo que veía, lo que sentía. Veía, observaba fotos de profesionales, de amateurs que sabían captar a la perfección la esencia de un lugar. Fotos antiguas que contaban historias. Mis fotos sólo contaban una historia: soy un lugar sin historia. Buscaba lugares bonitos, lugares que por si solos hablan y en ellos ponía a chicas guapas como si por juntar belleza fuera a salir algo perfecto. Seguía gastando carretes de fotos que tiraba. Esta ha quedado muy bien me decia la chica antes de que nos emborracharamos, pero eran una puta mierda de fotos. Miraba fotos en periódicos, revistas y álbumes viejos. Sobre todo había una foto. En la catedral, una joven mirando a la cámara con angustia, con miedo. Esa foto tenía algo, contaba algo y yo lo único que podía conseguir eran fotos con ángulos perfectos, claroscuros, perspectivas que no me satisfacian. Y cuando acababa un carrete solucionaba mis problemas a base de droga que es como los cobardes solucionamos los problemas. Y un día cuando salia de una cantina tiré mi cámara contra la pared y me quede con la botella de ginebra que me hacia sentir mejor. Y descubrí que nunca podré ser un fotógrafo, porque el problema no estaba en la cámara, ni en tu mirada.