Tengo resaca. Una maldita resaca. Y sólo era un jueves sin importancia de esos que se abren por no molestar en el calendario. Anoche estábamos los mayores cabrones de la ciudad reunidos en el único bar que merecía la pena.
The boss estaba nervioso como el día de la comunión (si es que alguna vez la hizo). Miraba al suelo o a sus zapatos mientras iban cayendo las cervezas una tras otra. Estaba tan nervioso que tiraba órdagos con 37. Era Al Capone el día que tenía que ser arrestado. Era el debut en Maracaná del niño que creció escuchando la radio. Miraba a la puerta esperando que alguien entrara y poder liarse a tiros o a puñetazos; o besarla.
También estaba el nuevo. Puteado por quienes creían que llevaban ya demasiado tiempo en el negocio. Siempre a la izquierda, dónde hiciera falta. Estaba casi tan nervioso como el resto. Miraba arriba y a abajo y se levantaba sin atreverse a mirar a los ojos. Se seguía sintiendo el nuevo, aunque todos supieran que acabaría controlando el cotarro.
En otra mesa el chico de los ojos azules. Así lo llamaban aunque los tuviera marrones. Quizás algún día se decolorarían de beber tanto whisky. Junto a la puerta, vigilante. Rodeado de su escuadra que nunca fallaba. Temblando por los años. Por la mala vida. Por todos los hijos de puta que habían caido bajo sus manos. Miedo nunca.
En la esquina más solitaria estaba yo. Jugando a sentirme tranquilo. Quizás importante. Como quien ha jugado a este juego muchas veces. Y sin embargo estaba tan nervioso como el que más. Por eso pedía las copas de dos en dos. Tragaba en vez de beber. Y pensaba en que nos habíamos juntado la gente con menos clase y más elegancia de toda la ciudad.
Y los planes salieron bien, por eso tengo esta maldita resaca.





