
En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
Te lo dije o me lo dijiste tú, hermano, compañero, o nos lo dijo alguien a ambos dos pero realmente lo sabíamos desde hace mucho tiempo; cuando decidimos que era mejor esperar en la ladera del Jarama a ver que pasaba y cómo transcurría la guerra porque no nos sentíamos con fuerzas de empuñar un arma otra vez.
No teníamos fuerzas de empuñar un arma, nosotros, que hemos sido guerrilleros con puñales hechos de la espalda de un arbol milenario que crecía en aquellas tierras dónde nacimos. Pero no teníamos fuerzas.
Y de repente apareció, el Che o Franco, no se quien era y dijo hemos ganado y nosotros aplaudimos y lo celebramos bajo las estrellas de la noche madrileña con un cigarrillo que llevábamos tres meses guardando y que nos limpió los pulmones de tanta pólvora y tantos años y tanta gente y tanta sangre.
No teníamos fuerzas pero avanzamos con paso seguro, de aquí a allá, entre derrotados o supuestos derrotados que se guardaban un revólver en el tobillo por si podían morir matando. Y el aire en la capital parecía limpio aunque hubiera portales con rejas dónde se guardan sentimientos y vidas y el amor de aquellas mujeres que se vieron en el frente con un Marlboro y las piernas abiertas, y el corazón, cerrado, muerto, apagado de mentiras y el dolor de no volver a ser nunca todo igual.
Y la noche estrellada y limpia que tú leías a Quevedo y yo a Góngora y se entendían y nos entendíamos y algo cambiaba y era el aire que ya no soplaba tan fuerte y no llovía y no nevaba y no mataban y empezaba la Guerra fría, pero era en otra parte del globo y por eso el cigarrillo sabía a Victoria.