No eras la princesa del cuento y sin embargo nunca renunciaste a besar a las ranas de tu ciudad. No quisiste ser una más en el reino de las piruletas y aprendiste a comerte al lobo. Nunca te creiste los cuentos que te contaban y por eso escribiste el tuyo. Aprendiste a volar antes de que supieras lo que era caminar. Pero hubo un día en que se te olvidó lo que era volar, en que olvidaste como se soñaba despierta y vagabas por las calles de color marrón entre azucenas y margaritas. Y tu pelo, siempre rojo se tiño de un negro caótico quizás gris atemperado.
Y los días ya no eran días porque no lo marcaban ni el sol ni la luna porque ambos se escondian de los ojos de los niños para poder dar rienda suelta a su amor. Y entonces quisiste volver a volar, y alzaste los pies al cielo hasta que solo tocaban las puntillas el suelo y notaste, de pronto, que conseguias volver a volar. Y lo mejor de todo es que no volabas sola, que el principe del cuento, con el que un día soñaste, te levantaba hacia el cielo y te llevaba al lugar dónde la luna y el sol se escondieron para siempre
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