Como casi siempre, había un sitio para mi, se podría decir que era mi sitio. Apartado, prácticamente en una esquina, dónde la oscuridad era máxima e incluso el humo de los cigarros no hacía su aparición en aquel lugar mágico.
Era viernes, y los viernes no me apetece dañar en exceso mi hígado así que preferí darle a la malta. Una, dos, tres...supongo que las cervezas van cayendo a un ritmo constante mientras la cabeza se dedica a hacer su trabajo. Es como el constante llover en un pueblo abandonado, una visión bucólica de la utopía.
Las cervezas seguían su ritmo hasta que ella se sentó, justo al lado. Acercó el taburete más próximo hasta casi rozarme. Dos whiskys dobles, se acabo la época de la cerveza. Y así como llegó, se marchó; con el vaso en la mano y moviéndose lentamente, como diciendo ¿quieres jugar?
Si, quiero jugar.
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